El Rayo Verde – Selección de fragmentos de textos de La imagen-tiempo, Estudio sobre cine II de Gilles Deleuze

El Rayo Verde – Selección de fragmentos de textos de La imagen-tiempo, Estudio sobre cine II de Gilles Deleuze

21 de agosto, 2013 epensamiento 0 Etiquetas: ,

Realizada por Mara Juri

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(…) es un cine de los modos de existencia, del enfrentamiento de esos modos y de su relación con un afuera del que dependen a la vez el mundo y el yo. Este punto del afuera, ¿es la gracia o el azar? Rohmer hace suyos los estadios kierkegaardianos «sobre el camino de la vida»: el estadio estético de La collectioneuse, el estadio ético de Le beau mariage, por ejemplo, y el estadio religioso de Mi noche con Maud o sobre todo de Perceval. En Rohmer por todas partes, como en Kierkegaard, la elección se plantea en función del «matrimonio» que define el estadio ético (Contes moraux). Pero más acá está el estadio estético y más allá el estadio religioso. Este da fe de una gracia, pero que no cesa de deslizarse hacia el azar como punto aleatorio. Ya sucedía esto en Bresson. El número especial de Cinématographe sobre Rohmer, 44, febrero de 1979, analiza esta penetración azar-gracia («quizá también sea el azar el tema secreto de Mi noche con Maud: el azar metafísico teje su enigma a lo largo de la narración a través de la apuesta de Pascal, tema ya anunciado por el plano sobre un trabajo que trata de las probabilidades matemáticas. (…) Sólo Maud, que juega el juego del azar, es decir, el de la elección verdadera, se exilia en una desventura altiva»). Sobre la diferencia entre la serie terminada de los Contes moraux y la serie Comédies et proverbes, pensamos que los Cuentos tenían aún una estructura de cortos teoremas, mientras que los Proverbios se asemejan cada vez más a problemas.

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Así, si Dreyer afirma el reino de la imagen plana y separada del mundo, si Bresson afirma el reino de la imagen desconectada y fragmentada, si Rohmer afirma el de una imagen cristalina o miniaturizada, no es sino para alcanzar la cuarta o la quinta dimensión, el Espíritu, este que sopla donde quiere. En Dreyer, en Bresson, en Rohmer, de tres maneras diferentes se trata de un cine del espíritu que no deja de ser más concreto, mas fascinante, más divertido que cualquier otro.

Diferenciándose del teatro, lo que otorga al cine esta aptitud es su carácter automático. La imagen automática exige una nueva concepción del rol o del actor, pero también del pensamiento. Sólo elige realmente, sólo elige efectivamente aquel que es elegido: podría leerse aquí un proverbio de Rohmer pero también un subtítulo de Bresson, un epígrafe de Dreyer. Lo que constituye el conjunto es la relación entre el automatismo, lo impensado y el pensamiento.

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En cualquier caso, ya no hay unidad del autor, los personajes y el mundo, esa unidad que el monólogo interior garantizaba. Hay formación de un «discurso indirecto libre», de una «visión indirecta libre», que va de los unos a los otros, ya sea que el autor se exprese por la intercesión de un personaje autónomo, independiente, distinto del autor o de cualquier rol fijado por el autor, ya sea que el personaje actúe y hable él mismo como si sus propios gestos y sus propias palabras estuvieran ya transmitidas por un tercero. El primer caso es el del cine impropiamente llamado «directo», Rouch, Perrault; el segundo, el de un cine atonal, Bresson, Rohmer. En síntesis, Pasolini demostró una profunda intuición del cine moderno cuando lo caracterizó por un deslizamiento de terreno que rompía la uniformidad del monólogo interior para sustituirle la diversidad, la deformidad, la alteridad de un discurso indirecto libre.

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Pero he aquí que, con el cine moderno, surge una utilización singularísima de la voz, que podríamos llamar estilo indirecto libre y que desborda la oposición entre lo directo y lo indirecto. No es una mezcla de indirecto y directo, sino una dimensión original, irreductible, que puede asumir diversas formas. La encontramos varias veces en los capítulos precedentes, en el nivel de un cine erróneamente llamado directo, o en el nivel de un cine de composición que erróneamente llamaríamos indirecto. Si nos limitamos a este segundo caso, observaremos que el discurso indirecto libre puede ser presentado como un tránsito del indirecto al directo, o lo inverso, aunque no se trate de una mezcla. Explicando su práctica, Rohmer dijo con frecuencia que Contes moraux eran puestas en escena de textos primeramente escritos en estilo indirecto y que luego pasaban al estado de diálogos: la voz en off se borra, incluso el narrador entra en una relación directa con otro (por ejemplo, la mujer escritora de La rodilla de Clara), pero en tales condiciones que el estilo directo conserva las marcas de un origen indirecto y no se deja fijar en la primera persona. Fuera de la serie de los Contes y de la de los Proverbes, otros dos grandes films, La marquesa de O y Perceval, consiguen dar al cine la potencia del indirecto libre, tal como aparece en la literatura de Kleist  o bien en la novela medieval, donde los personajes pueden hablar de si mismos en tercera personal («Ella llora» canta Blanchefleur). Se diría que Rohmer tomó el camino inverso al de Bresson, que ya había acudido dos veces a Dostoievski y una vez a la novela medieval. Pues en Bresson no es que el discurso indirecto esté tratado como directo, sino que es al revés, el directo, el diálogo es tratado como si fuera contado por otro: de ahí la célebre voz bressoniana, la voz del «modelo» por oposición a la voz del actor de teatro, donde el personaje habla como si escuchara sus propias palabras transmitidas por otro, para alcanzar una «literalidad» de la voz, separarla de cualquier resonancia directa y hacerle producir un discurso indirecto libre.

Si es verdad que el cine moderno implica el derrumbe del esquema sensoriomotor, el acto de habla ya no se inserta en el encadenamiento de acciones y reacciones ni revela una trama de interacciones. Se repliega sobre sí mismo, ya no es una dependencia o una pertenencia de la imagen visual, pasa a ser una imagen sonora de pleno derecho, cobra una autonomía cinematográfica y el cine se hace verdaderamente audio-visual. Y aquí reside la unidad de todas las nuevas formas del acto de habla, cuando pasa a este régimen del indirecto libre: ese acto por el cual lo parlante se torna finalmente autónomo. Por tanto, ya no se trata de acción-reacción, ni de interacción y ni siquiera de reflexión. El acto de habla ha cambiado de estatuto. Si nos referimos al cine «directo» encontramos plenamente ese nuevo estatuto que da a la palabra el valor de una indirecta libre: la fabulación. El acto de habla se vuelve acto de «fabulación» en Rouch o en Perrault, aquello que Perrault llama «flagrante delito de leyenda» y que conquista el alcance político de constitución de un pueblo (sólo esto permite definir un cine presentado como directo o vivido). Y en un cine de composición como el de Bresson o Rohmer, se alcanzará un resultado semejante en otros niveles, con otros recursos. Según Rohmer, sólo el análisis de las costumbres de una sociedad en crisis permite desprender la palabra como «fantasía realizante», creadora del acontecimiento. (…) Indirecto libre, el acto de habla se torna acto político de fabulación, acto moral de cuento, acto suprahistórico de leyenda. Rohmer, como Robbe-Grillet, en ocasiones parte simplemente de un acto de mentira, del que el cine sería capaz por oposición al teatro; pero en ambos autores está claro que la mentira, aquí, rebasa singularmente su concepto usual.

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La ruptura del nexo sensoriomotor no afecta solamente al acto de habla que se repliega, se ahonda, y donde la voz ya no remite más que a sí misma y a otras voces. Afecta también a la imagen visual, que ahora revela los espacios cualesquiera, espacios vacíos o desconectados característicos del cine modernos. Es como si, habiéndose retirado la palabra de la imagen para devenir acto fundador, la imagen, por su lado, hiciera subir los basamentos del espacio, los «cimientos», esas potencias mudas anteriores o posteriores a la palabra, anteriores o posteriores a los hombres. La imagen visual se torna «arqueológica, estratigráfica, tectónica». No es que se nos remita a la prehistoria (hay una arqueología del presente), sino a las capas desiertas de nuestro tiempo que sepultan a nuestros propios fantasmas, a las capas lacunares que se yuxtaponen según orientaciones y conexiones variables.

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